El 3 de abril del 2005 me encontraba en Londres. En la mañana de un domingo luminoso salía de la National Gallery. Trafalgar Square estaba en todo su esplendor. Al centro, la columna en honor del almirante Nelson, rodeada por 4 leones imperiales. Detrás, en varios edificios oficiales, la Union Jack estaba a media asta. He de confesar que me dio un vuelco el corazón. En la patria de un antipapismo secular y visceral, las señales de luto por la muerte de Juan Pablo II eran evidentes y sinceras. ¿Qué tenía este Papa que había derribado tantas fronteras espirituales, tantos prejuicios arraigados, tantas incomprensiones históricas?
Volví a Roma esa misma tarde, y al día siguiente pude venerar los restos del Papa en la capilla clementina del Palacio Apostólico. En las jornadas sucesivas me acerqué repetidas veces a la Basílica de San Pedro para rezar ante el Papa difunto. Caminar por las calles de Roma repletas de una muchedumbre variopinta, multicultural, que esperaba pacientemente horas y horas para poder pasar unos segundos delante del cuerpo ya sin vida de Juan Pablo II conmovía las entrañas. Jóvenes y ancianos, ricos y pobres materializaban el Pueblo de Dios en marcha, que había encontrado en Karol Wojtyla un auténtico testigo de Jesucristo, un profeta creíble de esperanza: un santo.
Desde el 16 de octubre de 1978 hasta el 2 de abril del 2005 el mundo contempló el desplegarse de una fuerza sobrenatural amable y exigente. Día a día lo vimos trabajar, sonreír y rezar. Acompañar al que sufre y padecer él mismo el sufrimiento. Lo vimos valiente, luchador por la libertad y por la justicia, y pedir perdón por los pecados del pasado. Lo vimos amonestar a dictadores, jugar con niños y dialogar con todos. Lo vimos nadar y esquiar. A nadie hemos visto tanto como a Juan Pablo II. Y siempre ha sabido mostrar a Jesús, mostrarlo cercano, humano.
Benedicto XVI ha dicho con ocasión de la celebración de la Pascua: "La luz que deslumbró a los guardias encargados de vigilar el sepulcro de Jesús ha atravesado el tiempo y el espacio". Esa luz de Jesús atravesó los 20 siglos de historia de la Iglesia y brilló de modo especial en la persona de Juan Pablo II. Esta es la fuerza que tienen los santos. Una fuerza que llama a la renovación interior, a mirar al prójimo con ojos de paz y solidaridad, a luchar por la justicia y a no claudicar ante la derrota y la experiencia del mal.
Autor: P. Mariano Fazio, Vicario del Opus Dei en Argentina.
Fuente: Valores Religiosos.