Pasado mañana será beatificado Juan Pablo II. Tan temprana decisión tomada por el Vaticano, que en general vive los tiempos sub specie aeternitatis , no deja de llamar la atención, aunque hoy todos los tiempos y las decisiones se han acelerado dramáticamente. En tal sentido, tampoco debemos olvidar que il popolo romano y no romano, pero católico, pidió en la Plaza de San Pedro una cuasi santificación inmediata de Juan Pablo II tras su muerte. Más allá de las opiniones encontradas sobre esta pronta beatificación, vale la pena aprovechar la circunstancia para recordar lo que fue en vida este papa polaco.
El 16 de octubre de 1978, el júbilo estalló en la Plaza de San Pedro cuando se anunció que el cardenal polaco Karol Wojtyla sería el sucesor del cardenal italiano Albino Luciani, cuyo breve reinado bajo el nombre de Juan Pablo I había finalizado con su inesperada muerte el día 28 de septiembre.
Con la elección de Juan Pablo II, la Iglesia, después de 455 años, tuvo un papa no italiano. Y el pueblo de Roma, tras la sorpresa inicial, ovacionó al nuevo pontífice, que lo saludó en correcto italiano y demostró así que no tenía necesidad de intermediarios para dialogar con los romanos. El pueblo lo entendió de inmediato, como se entiende a los grandes líderes, y le brindó una cálida y jubilosa ovación. Así comenzó su reinado el papa Wojtyla, saludando a más de 150.000 personas desde el Balcón de las Bendiciones, mientras le llegaba desde la plaza un coro de gritos vivándolo, y vivando también a Polonia, la patria donde había nacido 58 años atrás.
El gobierno comunista de Polonia, que no podía permanecer ajeno a tal elección, de inmediato hizo llegar su mensaje a la Santa Sede, en el que señalaba la importancia particular que ella tenía para todos los polacos, por tratarse del hijo de una nación que había vivido el infierno de la Segunda Guerra Mundial y había asistido a la transformación de su patria por el desarrollo en todos los dominios.
Cuando Juan Pablo II sucedió a Juan Pablo I, el padre Malachi Martín (fallecido en 1999), asistente de los papas Juan XXIII y Pablo VI y autor de varias obras, entre otras La elección definitiva e Informe sobre Roma , recordó una profecía según la cual si el nuevo pontífice llegaba a disfrutar de un normal lapso de vida, obligaría, exitosa y categóricamente, a que se produjeran grandes cambios en la política externa de los Estados Unidos y de la Unión Soviética.
Mientras se desarrollaba la visita de Juan Pablo II a los Estados Unidos en octubre de 1979 -al año de haber comenzado su papado-, dirigiéndose a los escépticos respecto de tal profecía, el padre Martín -también asistente de Juan Pablo II- decía que algunos estaban comenzando a comprender que desde la época del papa Julio II, en el siglo XVI, nunca el carácter y los métodos de un papa habían sido tan vitalmente importantes para millones de personas, como lo eran ya en ese momento los de Karol Wojtyla.
¿Quién puede hoy dudar del cumplimento de aquella profecía? Según ella, los próximos diez años iban a ser testigos de profundos cambios dentro de la Iglesia Católica Apostólica y Romana, y de una nueva forma de la influencia papal a través del mundo.
Karol Wojtyla no era el sacerdote de tipo complaciente. Provenía de una extracción social, política y humanista que consideraba con desprecio superlativo tanto la llamada Ilustración europea del siglo XVIII como los adelantos materiales producidos en abundancia por la tecnología de la ciencia moderna, tal como se propagaron por Europa occidental y en los Estados Unidos. Su medio ambiente cultural no había aceptado nunca las suposiciones sociales del darwinismo ni los principios educacionales derivados de las teorías de Freud. El humanismo secular de Francia, Gran Bretaña y de los Estados Unidos le fue totalmente ajeno.
Su personalidad fue forjada, además, en medio de grandes peligros. Sus primeros logros fueron éxitos llevados a cabo mediante una cuidadosa planificación y mediante maniobras secretas, con un gran riesgo personal. Juan Pablo II estuvo habituado a vivir acompañado por la posibilidad de la traición y de la muerte repentina, situación esta última que casi le aconteció -y no por primera vez- el 13 de mayo de 1981.
En la Polonia de antes de la Segunda Guerra Mundial, Karol Wojtyla pertenecía al Odrodzenie (Renacimiento), un movimiento nacional organizado por un profesor de sociología de la Universidad de Lublin llamado Stefan Wyszynski, amigo de Juan Pablo y que más tarde llegaría a ser cardenal y primado de Polonia.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Wojtyla pasó inmediatamente a la actividad clandestina. A los 19 años se hizo miembro del Armia Krajowa (el Ejército de la Patria), una organización de tipo militar de resistencia nacional. Fue mensajero, distribuyó literatura resistente, participó en el canal clandestino que ocultaba a evadidos y les posibilitaba llegar a Occidente. Fue miembro de la unidad que consiguió los detalles técnicos y las piezas materiales de los misiles alemanes V-1 y V-2, que se estaban probando en ese entonces en Polonia, y pasó la información a Londres.
Sus actividades estaban centradas alrededor de la formación y el mantenimiento del estado de ánimo de grupos de adolescentes para quienes organizó el Teatro Rapsódico, un teatro experimental que tenía fuertes acentos nacionalistas. Durante esa época comenzó sus estudios para el sacerdocio.
En 1944, como lo señalan las listas oficiales de los archivos de Varsovia del Ministerio de Relaciones Exteriores, Karol Wojtyla fue puesto en el listado de personas requeridas por los nazis. El arzobispo de Cracovia, cardenal Sapieha, lo envió a un escondite donde permaneció, todavía estudiando para sacerdote, hasta el final de la guerra.
A lo largo de esos años de conflicto armado, una influencia importante sobre Wojtyla fue la de Jan Tyrowksky, simple sastre de oficio, pero una de esas raras personas que no solamente conocía y comprendía al gran maestro occidental de la oración mística, que es San Juan de la Cruz, sino que él mismo tenía el don de la oración mística.
Wojtyla fue ordenado sacerdote en 1946 y luego enviado por el cardenal Sapieha a Roma, donde, en el colegio Angelicum dominicano, elaboró su tesis sobre el problema de la fe en San Juan de la Cruz. Al volver a Cracovia, obtuvo un doctorado en filosofía con una tesis sobre Max Scheler en la Universidad Jageloniana, lo que, a partir del comienzo de su papado, impulsó a un buen número de lectores a buscar en las librerías obras de Max Scheler.
Pero el interés de Wojtyla por Scheler no era tanto porque el filósofo alemán se hubiese hecho católico (después dejó el catolicismo y se convirtió a una especie de panteísmo budista), sino porque hizo filosóficamente lo que San Juan de la Cruz hiciera teológicamente. Una de las conclusiones de Scheler fue subrayar la necesidad de un sentimiento trágico de la vida humana. "Si uno logra sacarle a un hombre el sentimiento de lo trágico y lo hace totalmente dependiente de ser feliz, lo convierte en un esclavo", decía Scheler.
Wojtyla percibió esa conclusión como mucho más sólida y justa que la convicción moderna de que la vida humana debía ser una prosecución de la felicidad. En sus sermones y escritos, Wojtyla dejó en claro que no había esperanzas para mantener la libertad a menos que el hombre tuviese el sentimiento de lo trágico. Y desde ese único punto de vista, Wojtyla veía al capitalismo de Occidente tan pernicioso como el comunismo de los soviéticos.
En 1967, Wojtyla llegó a ser cardenal de Cracovia. Allí demostró su hábil esgrima para enfrentarse a los dirigentes comunistas locales y nacionales. Junto con el cardenal Stefan Wyszynski, fue él quien reintegró a los católicos polacos la condición de la comunidad más floreciente en toda la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Por eso, según el padre Malachi Martín, ese mundo que ya entraba en los años 80 debía ir acostumbrándose a una imagen muy nueva del hombre que acababa de ocupar la silla de San Pedro.
En ese entonces, Wojtyla gozaba de excelente salud, no era un individuo retraído o silencioso, hablaba varios idiomas muy fluidamente, era un excelente esquiador, podía ofrecer una ejecución muy respetable de guitarra, y se unía alegremente al canto en comunidad cada vez que se le presentaba la oportunidad. Se relacionaba socialmente muy bien, exhibía un profundo sentido del humor, tenía soltura en sus gestos y el flujo natural de la elocuencia. Intelectualmente obstinado en la discusión, era de pensamiento veloz y lo suficientemente joven como para ser ambicioso, aunque también lo suficientemente maduro como para no ser víctima de ilusiones.
En cuanto a los rasgos principales de su propuesta, la política papal sobre cuestiones especiales, Martín expresaba entonces que Juan Pablo II no permitiría sacerdotes casados ni mujeres sacerdotes. Que mantendría la proscripción de la Iglesia en contra de la práctica de la homosexualidad y de la anticoncepción, y que no permitiría desviaciones teológicas y morales, como tampoco la disolución de las grandes devociones ni la solidez original de las enseñanzas dogmáticas y éticas católicas. Que no habría diálogo ni cooperación política entre marxistas y la fe católica, porque Juan Pablo II no consideraba compatible la estructura política del Estado comunista con el cristianismo.
Además, pensaba que el derecho a la propiedad privada era inherente a todo hombre y que también la iniciativa privada era más recomendable que la intervención socialista. Por ello deseaba que el Estado no tuviese nada que ver con la educación o el comercio en la vida cotidiana de los ciudadanos, excepto en lo que fuera necesario. Lo que sí debía hacer, en cambio era, a través de reglamentaciones, limitar el crecimiento excesivo o superar la debilidad.
Sobre la cuestión del dinero, apuntaba Martín, el nuevo papa tendría una actitud muy diferente a la del pasado pensamiento del Vaticano. Para fines del papado de Pablo VI, la inversión vaticana había estado ligada a las fortunas de la comunidad trilateral, tanto en Europa como en el resto del mundo. Juan Pablo II pensaba que la forma de capitalismo representada por la comunidad trilateral era fundamentalmente no cristiana y estaba condenada a la extinción, por lo cual, Martín anunciaba que dentro de los siguientes cinco años el pontífice iniciaría una nueva política en lo referido a los dineros del Vaticano, cosa que evidentemente ocurrió, como casi todos los anuncios del padre Martín.
En una perspectiva más amplia y que afectaba directamente la posición económica y militar de los Estados Unidos, y que asimismo sería también de gran relevancia para todo el hemisferio occidental, la política de Juan Pablo II iba a reflejar el hecho de que el cristianismo, para él, no era un sistema de gobierno y creencia eclesiástica que estuviese ligado a forma especial alguna de gobierno secular.
No porque creyese que el cristianismo pudiera vivir con cualquier forma de gobierno. Por ejemplo, no podría coexistir por mucho tiempo con un gobierno activamente comunista, y en tal caso, uno u otro debería ceder. Pero sí pensaba que la comunidad cristiana debía cesar de prestar su apoyo a una forma de capitalismo que estuviese demostrando ser tan letal para la fe cristiana, a su manera, como lo era el comunismo. Y todo esto iba a constituir un gran cambio en la forma de pensar de la Iglesia durante el pontificado de Juan Pablo II.
Al cumplirse 33 años de la elección del cardenal Wojtyla para comenzar su papado, y de los anticipos tan acertados del padre Malachi Martín sobre los lineamientos que constituyeron el pensamiento y la acción de Juan Pablo II, ya desaparecidos los dos, es oportuno en esta especial ocasión volver sobre ellos como una forma de reconocimiento a quien fuera el providencial mediador en nuestro conflicto con Chile y en la cuestión del Beagle, que logró evitar lo que hubiese sido una trágica guerra.
Albino Gomez.
Diario La Nación.