(cf. Ex. 3, 1- 6)
Hace ya muchos años que nuestra Iglesia, particularmente en América Latina, consideró la Pastoral Juvenil una prioridad, viendo en la juventud un fecundo y promisorio “campo de misión”. Los que vivimos los años de la “prioridad juventud” gozamos del encanto y la fuerza de los encuentros masivos, las largas e intensas vigilias de Pentecostés, el auge de movimientos y grupos que nucleaban en las parroquias a chicas y muchachos.
Hoy el panorama parece haber cambiado significativamente. Desde el interior de muchas de nuestras comunidades e instituciones vamos mirando a las y los jóvenes de hoy, cada vez más, como una “tierra extraña”. Nos cuesta comprender sus opciones y estilos, somos ajenos a su lenguaje, nos chocan sus gustos y valoraciones.
Como nos suele ocurrir con todo lo extraño, experimentamos por dentro el impacto negativo de aquello que, por diferente, nos resulta amenazante. Mirando de lejos, como quien desgrana un Rosario, comenzamos a exponer los rasgos de su cultura que los inhabilitan para un genuino discipulado: “los jóvenes son hedonistas, viven el presente, no se comprometen a largo plazo, rechazan las Instituciones, sobrevaloran el cuerpo y las emociones, están heridos y fragmentados”.
Mirarlos así hace que esta “tierra extraña” que observamos de lejos nos deje un sabor amargo, a la vez que nos mueve al rechazo o la compasión. Al fin y al cabo, “ellos no son capaces”, por culpa de la cultura en la que están inmersos, de jugarse por los ideales bellos que a otros jóvenes nos cautivaban en otros tiempos.
Desde esa perspectiva, la Pastoral Juvenil se parece mucho más a un “intento de rescate” que a un encuentro. La ausencia de los jóvenes en los espacios eclesiales es asumida con una mezcla de nostalgia y escéptica resignación. Muchas veces las chicas y chicos que desean ser activos participantes de la iglesia terminan por “esconder” parte de lo que son y viven, o comienzan a sentirse parte de un grupo de elite y abandonan antes de tiempo sus legítimos ensayos de identidad.
En el origen del Pueblo de Israel, en el corazón de su identidad, habita una experiencia conmovedora y fascinante: el encuentro de Moisés y la zarza ardiente...
Moisés estaba perplejo por aquel fenómeno tan extraño. Y quizá porque su corazón, herido, desgastado y cansado de la lucha, aún conservaba algún rincón capaz de abrirse a las sorpresas; o quizá porque el desierto y la falta de los lujos y seguridades de otros tiempos en casa del Faraón lo habían vuelto más receptivo, en vez de dejar que aquel fenómeno extraño e incompresible lo paralizara, se acercó a él a observarlo mejor.
Entonces la “tierra extraña”, alejada de lo habitual, pasó a ser una “tierra de encuentro”, en la que aquello tan extraño le habló a los secretos más hondos de su corazón.... Y fue la “tierra sagrada” donde “el dios impersonal” se volvió Yavé, el que Es, Dios Vivo y comprometido con su pueblo. Todo eso en un mismo movimiento hecho de coraje para acercarse, apertura para encontrarse y receptividad para ver y oír... Porque los milagros de las epifanías de Dios necesitan, de nuestra parte, esa pequeña cuota de audacia y apertura...
Quizá Moisés pueda inspirarnos la dosis necesaria de coraje y humildad para aproximarnos a esa “tierra extraña” de los jóvenes de hoy un poco más despojados de prejuicios, rigideces y seguridades... Y un poco más abiertos a aquello que su misterio nos quiera regalar.
En el encuentro con ellos podamos experimentar que justamente “por ser como son” tienen una buena noticia indispensable para una genuina renovación de nuestras comunidades eclesiales... Es más: tal vez (un poco como le pasó a Moisés) en el encuentro con ellas y ellos podamos reencontrar ciertos trozos de nosotros mismos, de nuestra propia identidad, que están ocultos o cercenados a nuestra propia mirada.
Un encuentro libre de prejuicios con los jóvenes de hoy podría llevarnos a muchas y muchos de los agentes de pastoral a transformar el juicio sobre ellos en pregunta y discernimiento sobre nosotros. Por ejemplo:
Es muy llamativo observar cómo muchos agentes de pastoral terminan “secos” y “gastados” después de un cierto tiempo de compromiso intenso... Como si la pastoral estuviese muchas veces aprisionada en una obligación de éxito, de resultados numéricos o de expectativas exageradas. Quizá el hedonismo de los jóvenes interroga nuestro modo de vivir la tensión “deber-placer”, y nos invita a hacer de la acción pastoral una experiencia de gratuidad...
La pertenencia eclesial es vivida por algunos agentes de pastoral como un “recorte” de su identidad. Aman a Jesús y su Cuerpo, aceptan su sacramentalidad y sus mediaciones, pero a la vez sienten que la totalidad de su vida y su experiencia no será nunca contenida por esta Comunidad que aprecian. Eso se vive al interior del propio corazón con dolor y angustia; y de la piel para afuera con cierta rigidez o ambigüedad. Quizá la soltura con que los jóvenes de hoy rechazan los estereotipos humanos que vacían a las personas debajo de ciertas pertenencias, pueda ayudarnos a repensar los modos de pertenecer, y a construir comunidades humanizadas y humanizadoras.
Nuestra experiencia creyente, rica, valiosa y profunda, ha sido muchas veces más bien discursiva y voluntarista... Quizá los jóvenes de hoy, tan “corporales y afectivos”, podrían ayudarnos a descubrir modos de vivir la espiritualidad mucho más en sintonía con la Encarnación... mucho más vitales y apasionados...
Podríamos seguir analizando otros rasgos de la cultura juvenil actual de esta manera... Lo que intentamos decir es, sencillamente, que creemos que hoy la Pastoral Juvenil quizá necesita reenfocar su mirada junto con sus metodologías y recursos; su actitud para encontrarse con los jóvenes junto con sus lenguajes y contenidos; su preocupación por los procesos vitales de los propios agentes de pastoral junto con su entusiasmo misionero ...
El encuentro con los jóvenes puede ser también, como explosión de la gratuidad y regalo de la vida, un encuentro con nosotros mismos, con dimensiones de nuestro ser personal y eclesial que habíamos arrinconado.
En el encuentro con ellas y ellos podemos encontrar, como agentes de pastoral y como iglesia, un sentido más hondo de nuestra identidad y un rostro más vivo de Dios, como ocurrió en aquella experiencia fundante de la vida de Moisés. Y entonces los jóvenes de hoy, “tierra de misión y tierra de encuentro”, se nos revelarían como la tierra sagrada de una nueva y potente epifanía.